martes, 27 de octubre de 2015

Volver

Irse lejos para sentir la alegría de volver. A casa. Y entrar y darte cuenta de que tu casa tiene un olor que nunca antes habías percibido, y que te gusta. Es cálido y dulce, como la canela, pero no es canela. Es el conjunto de objetos que componen un día a día. Todo eso se impregna en las paredes y en el techo, y en los muebles.

Lo que yo llamo mi hogar es en realidad un pasillo con dos habitaciones, y un baño pequeñito. Pronto cambiará y crecerá, pero ahora ya hace un año que es así, y en un espacio tan pequeño los olores se concentran más.

Mi casa huele a velas, encendidas y apagadas, pero todas dulces, porque me encantan. De vainilla especialmente, pero también de avellana, y otras con mezclas de flores y especias, y una de verano que huele a mar. Y a vino tinto, crianza, porque siempre hay una botella abierta en su mueblecito del salón. Y a café fuerte. También huele a mis dos bebés, mis gatos. Si no habéis tenido nunca gatos, quizás no sabréis que los gatos son animales muy limpios que dedican horas cada día a lavarse, y que raramente huelen mal. Huelen a pelito, a cálido. Diría que mi casa huele a madera porque suena bonito, pero los muebles son de Ikea y no cuela. Lo que sí hay son muchos libros. Y son complicados de mantener limpios, porque los libros cogen mucho polvo, pero no los cambiaría por nada. Y oler a libros siempre me ha significado hogar, en cualquiera de los pisos que he vivido, porque siempre me han acompañado.

Por supuesto todo esto suena nostálgico y algo bohemio, y acogedor. Y realmente lo es. Pero lo es más cuando has estado lejos y vuelves. Porque cuando la rutina te traga ya dejas de oler el hogar, porque no tienes tiempo, y porque no lo valoras tanto, y solo piensas en escapar. Por eso es bonito viajar. Te limpia la mente, la vista y la nariz. Ves y hueles y vives cosas muy diferentes, muy exóticas, muy nuevas y muy viejas. Y te olvidas de tu mundo de siempre. Y cuando vuelves, te dejas abrazar por tu propia casa con más gusto que nunca.

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